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Foto del escritorLa GACETA

Donde los caminos se vuelven difusos

(Una introducción al Sumario de los Nudos)

Autor: Eduardo Merino Gouffray


Ahora mismo me encuentro donde los caminos se vuelven difusos. No es porque tenga la visión nublada, o por alguna niebla frondosa que cubra el bosque, sino porque ya casi ni se ven más allá del rastro de brotes un poco más pequeños o las largas alfombras de hojarasca. Tengo la capucha puesta, y no es por la lluvia –de hecho, hace sol y tengo calor desde hace una hora, o tal vez más, de caminata y escalada constante- sino para evitar las incursiones de mosquitos a los lados de mi cabeza.


Aquí sentado vuelvo a recorrer el camino en mi mente: pasé de una carretera pavimentada a una destapada; de la destapada a un potrero; del potrero caminé hacia el borde del bosque y me adentré en misteriosos y sinuosos caminos que no sé si solían ser para humanos o son los recorridos de algunos perros que he visto por esta zona. Son fáciles de seguir, pero a veces hay que agacharse como tratando de olfatear el suelo. A medida que subía, la maraña se hacía cada vez más cerrada. La maleza era pesada y oscura; se hace una cueva vegetal que chupa el poco sol que hay. Cuando uno se detiene a observar, se ve como unos sobre otros, los cuerpos de los árboles se entrelazan en una especie de forcejeo; boas constrictor vegetales, es lo que pienso, mantienen apretados sus cuerpos entre sí.


Mientras subía, tenía que pasar debajo de ramas, troncos y tallos espinosos, lo que me obligaba a mirar al suelo, hacia la hojarasca, donde vi pequeñas y vacías ruinas de caracoles, así como líquenes y hongos brotando de troncos caídos en el intento de la subida. Más arriba, y cerca a unos claros pastizales, encontré caminos de tierra negra y húmeda que han guardado las huellas partidas de ganado, cuyos dos dedos pasaban entre fresas de monte hacia abajo, en sentido contrario al mío. Mientras los sonidos de la gente que, más abajo en el valle, hacen sus eventos de domingo con alto-parlantes, se empiezan a perder y se confunden a veces con los ecos que chocan contra la montaña, haciendo confusa la procedencia del ruido. Mientras la música se reduce, el espectro de cantos de aves se amplía con cada subida. He oído chirridos y graznidos que nunca antes había escuchado, y muchos seres se arrastran, mueven las hojas y quiebran las ramas con sigilo alrededor de los caminos alertados por una presencia extraña que hace rato no pasaba por aquí: la mía.


Seguí subiendo hasta que la selva no me dejó más. Las huellas de ganado se perdieron, el suelo se hizo resbaloso y una pequeña oruga, el llamado churrusco con pelaje cautelar, detuvo mi camino en el punto en el que estoy, donde los mosquitos me devoran vivo.


Aquí estoy en una empinada ladera, bajo eucaliptos y manos de oso. Miro hacia abajo, hasta lo que alcanzo a ver del bosque, y una mota oscura se mueve sobre un tronco. No sé si es un pájaro grande: a estas alturas no me sorprende ver algo extraño; he oído ya bastantes historias de brujas disfrazadas de águilas enormes. Pero no es tal cosa: de la mota surge una punta, que resulta ser una trompa alargada que olfatea el bosque y las memorias que vuelan a través de sus fibras. Es un coatí que salta hacia un árbol, y se pierde de mi vista.


Me quedo un momento, sentado en el mismo sitio, pasmado por esa visión. Pasa el tiempo, que aquí es distinto; es más bien turbio y enmarañado, como la maleza que me obliga ver hacia abajo, y pienso que es porque contiene todas las memorias y tiempos de cada fibra, célula, y ser que compone el bosque, lo que deja de lado la idea de que quedarse a contemplar es solo una pérdida de tiempo. Para mí, sentarse aquí en donde los caminos se vuelven difusos, es la manera en la que se puede llegar a todos esos tiempos distintos; no es una pérdida de tiempo, es un breve acceso a los tiempos entramados.


Los mosquitos se multiplican y llegan rápido. Me levanto para devolverme y camino cuesta abajo por un sendero de hojarasca. Algo, sin embargo, me observa desde el dosel, con ojos bien abiertos. Lo miro, me mira. Es el coatí. No me quita la vista de encima y olfatea desde una torre de quiches. Muchos coatíes son de hábitos solitarios, pero en este momento, de miradas cruzadas, de ese olfateo curioso entre los dos, ya no me siento solo en el bosque; un cruce de caminos entre dos caminantes solitarios.






Eduardo Merino Gouffray - Artista visual, apasionado del mundo no-humano. Contacto: @TAXOMONIAS


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